Hace
poco mi mujer participó de una conferencia motivacional en Brasil. Fue
interesante descubrir como el mundo actual fue cambiando los rótulos y las
referencias sobre las personas. Como las profesiones empezaron a darle forma a
nuestra relación con la sociedad que nos rodea.
El
disertante afirmaba, no sin razón, que cuando tenemos que darle nuestra primera
impresión a alguien, hablamos de lo que hacemos y no de lo que somos. Juan Pistroni, arquitecto,
ingeniero, profesor de educación física, taxista. Nadie habla de su cualidad,
nadie dice: soy optimista. Queda desubicado, hace ruido, una rareza más cercana
a que nos imaginen con un chaleco de fuerza.
Mi
mujer recordó una anécdota de mi hija cuando tenía tres años e iba al jardín de
infantes. Es común que los chicos se inviten a almorzar, a merendar, a jugar en
la casa de algún compañerito de sala.
En
la mesa familiar, mientras almorzaban, el dueño de casa, le preguntó a Ayelén:
-Tu
papá, qué hace?
-Mi
papá hace reír a la gente –contestó de forma automática y sin dejar de comer.
Esa
era para mi hija mi fortaleza y mi virtud. Ese era mi lugar en el mundo y mi
función, mi verdadero oficio.
Lo
que hacemos puede ser involuntario y temporal. Lo que somos es nuestro sello,
nuestro compromiso, nuestra filosofía, nuestra distinción, nuestra huella en la
sociedad en que vivimos.
Para
los rótulos ya están las tarjetas de presentación que dicen debajo de nuestro
nombre claramente nuestra función cuando nos presentamos estrechando por
primera vez la mano a alguien.
No
hay que perder de vista el concepto porque podemos enmarañarnos en las
etiquetas y dejamos de diferenciarnos de los frascos con remedios.
Pensar
en que somos nos ayuda a tener claro lo que hacemos.