Hay
empleos que duran por contrato tres meses. Se cumple el ciclo y la persona se
vuelve a quedar sin trabajo.
Una
promotora de mi equipo me dijo que en ésa instancia estaba un empleado en una
de los negocios donde ella concurría y que le había pedido mi teléfono y que ella se lo había
dado.
Este
hombre me llamó y yo prometí juntarme
con él a charlar, encuentro que se fue dilatando hasta llegar a su último día
de trabajo, cosa que me recordó angustiado con otro llamado. Entonces cambié la
agenda, mi rutina de ese día y fui hasta el negocio. La palabra empeñada no
tiene reclamo.
Llegué
y le dije al dueño del local que venía a hablar con uno de los promotores. Fue
corto y directo: “No pierdas el tiempo, no anda ni para atrás”. Lo llamaron y
se aproximó caminando por un pasillo. Yo vi venir a un tipo derrotado, a un malherido,
a un terminal.
Fuimos
a tomar un café. Me contó que era actor, que había apostado a vivir de la
profesión y todo salió mal, que tenía tres hijos y estaba separado y tenía que
hacerse cargo de ellos y no sabía como iba a hacer sin empleo. Ahora entendía
mi impresión y la del dueño del negocio. Le había caído un rayo. Estaba
derrotado antes de dar batalla.
Media
hora. Un café. Tres trenes en aquellos ferrocarriles con frecuencia de diez
minutos. Iba a dejar pasar tres trenes.
Mientras
le explicaba qué herramientas de actor le podían servir en una profesión como
vendedor, repasaba mentalmente los datos que tenía, donde buscaban vendedores,
cómo era la geografía del lugar. Él estaba desesperado. Le hablé unos minutos de lo que
significaba buscar trabajo, conseguirlo, a no arrugar que no hay quien planche.
Le
recomendé dos lugares y se quedó con mi teléfono. Me llamó un par de veces
porque los posibles puestos no terminaban cerrando por distintos problemas,
distancias, horarios, alejarse de sus hijos. Pensé en un momento que podía transformarse
en una carga, pero resolví darle energía a los treinta minutos, a los tres
trenes.
Un
ex gerente general que me había tomado hace unos años buscaba vendedor. Lo
llamé y le dije que lo probara. Lo probó. Entró a prueba por unos meses y
volvió a llamarme para decirme que estaba difícil, que era dura la venta. Volví
con un par de manijazos al motor que le costaba arrancar.
Hace
pocos días recibí un par de mensajes de texto suyos en mi celular. El agradecimiento,
el énfasis puesto en aquella charla de treinta minutos, la mano que le había
dado cuando no lo conocía, los gestos que no se olvidan, el deseo de mi
felicidad, lo contento que estaba, que nos debíamos un café, que me iba a
llamar porque tenía una deuda.
Treinta
minutos. Tres trenes, tres hijos, un hombre que parecía vencido.