Toda organización integrada por un grupo de personas,
no importa su origen y estructura, equipo, empresa, comunidad terapéutica, país, necesita de alguien que la lidere, que administre sus recursos, que potencie
sus fortalezas, que disminuya a su mínima expresión sus debilidades, que la
pilotee en las crisis y la impulse en las oportunidades.
La Selección Nacional nos dio un claro ejemplo de las
virtudes que pueden florecer en un campo trabajado oportunamente para que se
torne fértil.
Se hablaba de los cuatro fantásticos, los que iban a
ganar el Mundial solos, porque corrían y metían miedo a los defensores
adversarios. Existe un avión ploteado con sus imágenes. Venían del Olimpo, como
Dioses con sus coronas de laureles a conducirnos a la gloria. Ninguno de esos
cuatro fantásticos brilló en este mundial. Aparecieron sí de a ratos,
aparecieron en algunos momentos claves, pero no en la dimensión que esperaba la
gente.
Pero apareció un equipo. Este mundial tuvo como
protagonista a los equipos, cosa muy saludable. Costa Rica, una Cenicienta en
los mundiales era un equipo organizado, que se movía en bloque, que adelantaba
su línea defensiva de manera sincronizada, que tocaba el balón. Y se fue del
mundial invicto. Otros, con grandes estrellas, desparecieron en la primera
rueda.
Esto que se vio sobre nuestra selección nacional y que
de alguna manera nos ha emocionado a todos, no es producto de la casualidad, no
es obra del viento. Es consecuencia de un trabajo sostenido por parte de un
entrenador.
Y es fácil, desde afuera, sin conocer el clima del vestuario, los ánimos, las condiciones físicas y mentales de cada uno, hablar de
los esquemas que favorecen y perjudican a Messi, de las formaciones 4-2-1-2,
4-3-3-, de las líneas cortas, de las líneas largas, de las ausencias de
jugadores como Tévez. Si el equipo hubiese ganado el domingo, y para mí ganó
hace tres semanas el mundial, pocos hablarían. Porque este mundo se rige por
los resultados que se asientan en las estadísticas, y para esos resultados,
campeón hay uno solo.
La vida del líder es solitaría. Siempre está expuesto
a ser cuestionado y criticado, trabaja con el peso de la responsabilidad que requiere su puesto, porque representa a un país que tiene 40 millones
de técnicos que jamás se sentaron en un banco ni formaron parte de una
práctica, ni escucharon las dudas que con total naturalidad puede tener un
jugador. Porque a ninguno de ellos nunca le lanzaron un pase de cuarenta metros
para que corra concentrado en el arco y se olvide que el mundo está observando
como le pega a la pelota mordida y pasa a medio metro del poste. El entrenador,
el líder, que también estuvo en un campo de juego, lo sabe. Lo sabe y decide cómo,
cuándo, quién. Y puede equivocarse. Como se equivoca un médico y manda a un
paciente a la fosa, como se equivoca un juez y libera a un asesino, como se
equivoca un ingeniero y se viene abajo un puente.
Sabella demostró que se equivocó pocas veces, muchas
menos que 30 colegas. Solo uno, que quizás incluso, tuvo un poco más de suerte,
lo superó.
El mensaje sobre el trabajo y el ejemplo de esta
selección es pedagógico. Debería pasarse en las escuelas, en los jardines de
infantes, para que desde chiquitos entendamos que no existen dioses salvadores
ni héroes invencibles. Que como decía Di Estéfano, “ningún jugador es tan bueno
como todos juntos.” De eso se trata. Y si los acostumbramos desde chiquitos con
conceptos de equipo, de solidaridad, de compañerismo, los acostumbraremos a
poner la mirada más horizontal y menos vertical, a pensar que hay otro al al
lado nuestro, que lo que hacemos, el esfuerzo, el sacrificio, la voluntad,
tiene incidencia directa en cada uno de todos los demás.
El fútbol es bello. Es el deporte predilecto por la
mayoría de los habitantes de este planeta. Jugado en equipo, eso sí, jugado en
equipo, es un regalo de los dioses.